Así los mayores nos llamaban la atención cuando de chicos se nos escapaba una lisura. Ni siquiera tenían que ser parte del entorno. Si escuchaban carajazos en la calle ahí mismo salía la advertencia: ¡Esa boca!
No es por ser chapados a la antigua, pero bien haríamos en recuperar una que otra tradición en tiempos de desborde digital y pereza binaria.
El reciente atentado contra el senador colombiano Miguel Uribe Turbay –joven figura de la oposición al presidente Gustavo Petro cuya madre, la periodista Diana Turbay, fue asesinada por Pablo Escobar– vuelve a encender las alarmas sobre los peligros de una política desbordada por la violencia, no solo física sino también verbal. Colombia, país con una tasa de criminalidad tres veces mayor que la del Perú, enfrenta un preocupante cóctel de narcotráfico, economías ilegales y polarización extrema (¿suena familiar?). Pero el escalamiento del lenguaje político, promovido desde distintas trincheras, ha llegado a un punto en que las palabras ya no son solo palabras.
El gobierno colombiano apunta a una posible maniobra de desestabilización. Sus críticos, entre ellos el propio Uribe Turbay –quien al cierre de esta edición lucha por su vida–, sostienen que el tono beligerante del propio presidente Gustavo Petro ha sido un factor que pavimenta el camino hacia la violencia política. Más allá de la resolución judicial de este atentado, hay una advertencia que debemos tomar en serio al sur de la frontera.
El Perú no es ajeno a esta deriva. Hoy, más de 25 millones de peruanos acceden regularmente a redes sociales, y ese espacio se ha convertido en la arena principal del debate público. Allí, el insulto reemplaza al argumento, y la descalificación personal suplanta al análisis. El lenguaje político en las redes –y, cada vez más, fuera de ellas– está marcado por la confrontación y el odio. Y este tono se ha naturalizado también en boca de políticos y candidatos, tanto de izquierda como de derecha.
De la Derecha Bruta y Achorada ya se pasa a las maldiciones y mentadas de madre. Los caviares –un espectro bastante amplio– son sencillamente irredimibles. Para la derecha conservadora, es preferible la izquierda comunista. Zopencos, mierdas, HDPs, a quién matarías. El pan de cada día en los podcasts consumidos por miles. Este estilo no les es exclusivo. Es compartido por los propios actores políticos, que responden con igual violencia, en muchos casos como reacción a lo que perciben como los excesos del progresismo o la cultura woke.
El drama colombiano nos recuerda que las palabras pueden ser antesala de los hechos. El Perú, que ya ha atravesado traumas institucionales y sociales de gran calado –solo para hablar de episodios recientes como la prolongada saga del caso Lava Jato, la ingobernabilidad sostenida y la elección de Pedro Castillo–, no puede permitirse normalizar una política que confunde el liderazgo con el matoneo y el pensamiento crítico con la aniquilación del adversario.
Es momento de civilizar el lenguaje. No solo por decoro democrático, sino por supervivencia institucional.
