Es un viaje por las profundidades de uno mismo donde las enrevesadas vinculaciones humanas van apareciendo como capas concéntricas. En una performance extraordinaria, el personaje (Accinelli) cuenta sobre sus desdoblamientos de personalidad que tensan una historia en la que los cordones umbilicales, tanto biológicos como metafóricos, son el eje de una convivencia múltiple que no descansa en trazar sus propios orígenes. Para ello, el magnífico guion va conduciéndonos por senderos que se bifurcan y se envuelven cuales pequeñas piezas fractales. Con ello, la batalla mental que se enfrenta es con la propia configuración individual y las complejas contradicciones que nos habitan. Al fin y al cabo, son muchos a la vez que están en una sola persona.
En ese desplazamiento hacia adentro, brotan los desencuentros y las roturas emocionales de las que también estamos compuestos. Pero en las profundidades mentales no hay reposo, sino una amalgama laberíntica de fragmentos de imposibilidades y deseos que se entrecruzan sin clemencia. Es que en las ramificaciones posibles de una mente que oscila entre la luminosidad y las oscuridades, aparecen también, cual destellos, homenajes a mujeres que han significado algún hito para el dramaturgo. Por lo tanto, la puesta de escena es a la vez una proyección de sus gratitudes que han marcado su propia evolución.

A la par, la travesía es psíquica y fisiológica, el cuerpo de la actriz es un mapa que se traslada por las líneas fronterizas de la realidad que se va difuminando mientras todo sucede. Así, se superponen los debates espirituales y familiares de un alma torturada que, con aturdimiento y asombro, procura dar respuestas a las antiguas e intrincadas preguntas de lo que significa la existencia. En esta excepcional deconstrucción y desmantelamiento del yo, llega al punto de dejar, con metodología cartesiana, un mínimo de organismo mental-corporal, para luego rehacerse de otra manera.
En esa reconstrucción de sí, hay una exculpación, una indulgencia anhelada que lleva al reencuentro con sus múltiples identidades, incluso una expiación pública que permite comprender su recorrido vital y maternal. La figura de la madre es planteada como una auscultación sobre los orígenes y las procedencias, y cómo esa fuente fundacional define los territorios del devenir, incluso, las descendencias son mediadas de alguna forma. De ese modo, el trayecto individual adquiere significados neurálgicos redescubiertos. Hecho ello, es posible la autorreparación; solo luego de la demolición de aquello que nos ata y que eran nudos atiborrados de detenimientos y síndromes, es factible el restablecimiento de la persona.
Lo que vemos actuar, con una mínima y asolada escenografía, es un descenso a los abismos de la mente, para su reedificación. El alivio de una nueva vida rehabilitada de los claroscuros en la que la puesta es un tratamiento de sanación y una terapia.