Por: RUBÉN QUIROZ ÁVILA
Hilarante desde la concepción escénica del excelente y prolífico dramaturgo peruano Federico Abrill, quien en sus obras plantea siempre una clave corrosiva de las cosas con un humor mordaz, incisivo y crítico. Esta puesta no es la excepción. Además, con un elenco acostumbrado a desenvolver con naturalidad las mezclas humorísticas y grotescas planteadas esta vez por Cabrera, un experimentado conocedor de los formatos escénicos. Construida como un set televisivo, como si hubiera una cámara que sigue compulsivamente el desarrollo, y un público abstracto expectante del reality extravagante sugerido. La reveladora escenografía es una explicación en sí misma. Con ese estilo de cómic de horror delirante, cual película de serie B, las acciones corresponden con los objetivos de mostrar los más bajos fondos morales que alcanzamos para lograr lo que queremos.
Dividido entre una familia trastornada que tiene un negocio de carnicería como fachada para sus crímenes, que intenta salir tardíamente de su espiral de desvarío, y una joven pareja, ilusa e ingenua, que irá admitiendo que para sobrevivir tiene que entrar en la misma hélice de locura. Es decir, que todo está perdido y nadie podrá escapar del horror naturalizado, de la criminalidad cotidiana y convertida en el lugar doméstico que habitamos. Aunque pareciera ser un disparate cómico, lo que va señalando esta puesta, es un retrato moral de lo que, acaso, somos los peruanos actualmente. En la que no hay salida ética, y que a todos, de alguna manera, no nos queda más que la resignación, por negocios y sobrevivencia, a ser parte o más bien, establecer un pacto de complicidad a cambio de subsistir.
En esa caída hacia los oscuros y patibularios sótanos, los personajes están bien delineados, en particular las actuaciones de Calmet y Rosalino, que tienen una presencia adecuada para este género. Rosalino despliega su papel con tal energía natural que pareciera que no actúa. Todo encaja para persuadirnos del aturdimiento graciosamente espeluznante en que estaremos envueltos. Calmet tiene esa astucia actoral para resolver y suele ser un intérprete notable incluso en otros géneros.
Aunque nos cause gracia, esta obra es también un desolado síntoma del derrumbe del país. Por eso, al verla nos parece una situación cotidiana, tristemente cercana, que nos rodea inclemente con su pánico al salir de la sala. En esta suerte de parodia cruenta hay un mensaje de dolor nacional, de abatimiento individual, contado como una angustiosa metáfora de ese bucle gigantesco y aterrador del que nadie, al parecer, puede escapar. Por eso en medio de las risas provocadas y las carcajadas estentóreas, hay una revelación y una denuncia social, pero también un registro de nuestra capitulación colectiva.